El Viaje, de Fernando Abdo. Conversación con el autor

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(Por Revista La Acacia) El periodista cañuelense con más de veinte años de trayectoria, Fernando Abdo, publicó su primer libro: El viaje, y otros cuentos, edición independiente de quince obras literarias que exploran la historia argentina, la familia y su ciudad, atravesando distintos personajes entre el realismo y lo fantástico.

A partir del Primer Premio obtenido por La Celda en el Concurso “Guillermo Etchebehere” organizado por la Biblioteca Sarmiento de Cañuelas en 2010, Fernando Abdo comprendió que sus cuentos podían ser algo más que una necesidad privada de expresarse. El viaje comienza a escribirse con el cuento homónimo, una historia de amor con final infeliz, al modo de las novelas de Sábato que todos leímos de adolescentes. “Lo escribí cuando estaba empezando la facultad (principios de los ’90 Comunicaciones en la UBA). Fue el primer cuento que me pareció que cerraba, y el primero que conservé”, dice.

“Siempre escribo por necesidad, no me da placer la escritura. Generalmente tengo las historias en la cabeza, y cuando las creo cerradas recién ahí me pongo a escribir. No escribo con la página en blanco”, agrega sobre el proceso creativo.

“En el caso de La Celda leí un libro sobre San Martín, donde contaba particularmente la batalla de San Lorenzo y mencionaba lo ocurrido al Capitán Bermúdez. Que no es un personaje secundario: de las dos columnas de granaderos, una la lideraba San Martín y la otra Bermúdez. Me llamó la atención que comete un pequeño error militar, no está bien claro, pero llega unos segundos tarde al punto de encuentro, y eso desencadena la caída de San Martín y la historia conocida de Cabral que lo salva. Yo no sé si fue por eso que a Bermúdez lo sacan de la Historia, o debido a las dudas de si muere por la gangrena o se suicida”, cuenta el autor sobre la necesidad de narrar las últimas horas del capitán oriental Justo Germán Bermúdez.

En Tierra, Abdo encarna por única vez un personaje de su profesión: Gabriel H., periodista quien recibe la visita de una extraña mujer con los datos de un cuerpo enterrado perteneciente a un desaparecido.

“Lo incluí porque lo sugirió Agustina Silva, la editora del libro. Los datos los busqué en el Nunca Más, pero la construcción de los personajes es ficcional. Una ficción posible. Las dudas que tuve con este cuento eran que podía resultar irrespetuoso, después entendí que no. La escritura de ese cuento coincidió con una escrache que hizo HIJOS a Etchecolatz, uno de los primeros grandes. Yo vivía en Capital, a la vuelta, y participé porque me quedaba cerca y no estaba empapado de la situación. Terminó con gases lacrimógenos y una reflexión. Sentí que tenía que escribir algo relacionado”.

El giro de Tierra es inesperado, y su resolución propia del género fantástico.

La casa del hombre gato es uno de los más recientes. “Quería contar eso que vos destacás: los partidos de fútbol de la infancia. No sé de dónde sale lo del hombre gato, o no sé si quiero contarlo. Sí me pasó que muchos vinieron con más dudas, si el hombre gato realmente vivió o no en Cañuelas, así que supongo que debe estar bastante bien hecho. Creo que lo principal fue que quería contar la Cañuelas de nuestra infancia, que todavía no está escrita”.

La casa del hombre gato

La leyenda urbana del hombre gato recorrió casi todo el interior bonaerense. Por lo general, para el saber popular, el hombre gato era un loco que atacaba a mujeres o niños, a veces cerca de las vías o en algún descampado. Se disfrazaba con máscara, tenía garras y según la idiosincrasia del lugar supo ser un personaje terrorífico o pintoresco, incluso hasta ridículo.

Lo que pocos saben es que en mi pueblo vivió –y murió- el verdadero hombre gato. Y su historia es triste, siniestra y también macabra. Yo no lo conocí, pero sí conocí su casa, que quedaba justo enfrente de la plaza donde jugábamos todos los santos días a la pelota con los chicos del barrio.

La plaza era –es- como casi todas las plazas de la provincia de Buenos Aires: una manzana dividida por dos calles internas que se cruzan en una gran equis, en medio de la que hay un mástil para la Bandera. Por entonces, las calles eran de piedritas naranjas y la equis formaba cuatro paños de césped con forma trapezoide en los que había juegos y árboles.

Cada uno de esos cuatro bloques era para nosotros una cancha de fútbol. Un estadio, cada uno con sus características particulares y dificultades propias del terreno. La regla común era que todo lo que había dentro de la cancha estaba incorporado al juego. En una había que esquivar arbustos, en otra pasar por debajo de toboganes; incluso la del este tenía una canilla ladina medio escondida que provocó más de un esguince de tobillo.

A la distancia, no tengo muy en claro qué era lo que determinaba que jugáramos en una u otra cancha, o sector de la plaza, como prefieran. Eran épocas, modas, que no estaban sujetas ni al cambio de estación ni al horario del día, sino más bien al capricho colectivo, al ánimo grupal o a la casualidad: se juntaban dos, tres, y empezaban a patear, y a medida que todos nos sumábamos, se armaba el picado ahí, donde tocara.

Más allá de alguna preferencia mínima, a mí me daba igual jugar en cualquiera de los cuatro estadios, menos en uno. No sabría explicar bien por qué particularmente en ese sector de la plaza no me sentía del todo cómodo.

O quizá sí, solo que hasta hoy nunca me animé a admitirlo.

Había un niño, un chico apenas un par de años menor, con el que no me gustaba jugar. Me caía mal, me producía un rechazo indescriptible, un malestar que nacía desde lo más profundo de la panza, o lo que sea que hubiera debajo del ombligo. Pero lo negaba, me lo negaba a mí mismo y trataba de ser amable con él, porque en un punto sentía que lo discriminaba, y eso me hacía sentir mala persona.

Ese chico, del que nunca supe su nombre, sólo se acercaba a jugar con nosotros cuando íbamos a “ese” sector de la plaza, el de las hamacas, el del lado sur. Nunca –por lo menos que yo recuerde- jugó con nosotros en ninguno de los otros sectores, pero cuando íbamos allí, casi siempre aparecía, se paraba a un costado de la cancha y susurraba las palabras mágicas que todo jugador de picado conoce: -“¿Falta uno?”.

Paso a explicar: hay dos formas de sumarse a un picado, dos categorías. Los que éramos “de siempre” (los hermanos Aristegui, Garaffa, Juan Carlitos, yo y un par más), no pedíamos permiso. Si llegábamos cuando el partido estaba empezado, a la carrera nomás preguntábamos “¿quién va perdiendo?” y nos metíamos en ese equipo. Esa era la regla, cuando uno de los nuestros llegaba, se incorporaba al equipo que perdía, salvo que ese equipo ya tuviera una superioridad numérica, y entonces rápidamente se organizaba un pase, un intercambio de jugadores para equilibrar la cosa. En los picados, siempre se busca que el partido sea parejo.

En cambio, los que no eran conocidos, ni amigos, debían en cambio respetar la regla universal del picado. Pararse a un costado del campo y preguntar, “¿falta uno?”. Eso hacía siempre este muchachito del que nunca supimos el nombre, cuando jugábamos en la zona sur de la plaza.

No sabíamos el nombre ni dónde vivía, aunque siempre se paraba a la altura de la casa abandonada, la casa del hombre gato, llamada así por el vecindario aunque nadie sabía bien por qué ni a cuento de qué.

Mi abuela Maruca opinaba que el niño era un sobrino segundo de Nelly, y que cada tanto venía de visita al pueblo, por eso sólo lo dejaban cruzarse a la plaza a jugar cuando estábamos en un sector que Nelly pudiera vigilar desde la ventana de su living. Mamá opinaba igual sólo que creía que el forastero visitaba una casa a la vuelta, sobre la calle Florida.

La única que decía que el asunto le daba “mala espina” era la tía Sara, que de las tres era también la única que vivía en el barrio desde chica. Ella decía que no le gustaba ni el chico, ni la casa, ni el árbol que estaba frente a la casa del hombre gato, un lapacho seco, sin hojas, cuyas ramas parecían los dedos de una bruja apuntando al cielo. A Sara le daba “mala espina” el árbol porque aseguraba que desde que ella era chica estaba seco, y que no había forma que un árbol permaneciera seco tanto tiempo sin caerse o pudrirse.

Sara creía también que la casa abandonada era la casa del hombre gato. No sabía explicar por qué, ella tampoco la había visto jamás habitada, aunque recordaba que de chica no la dejaban acercarse, y le decían que allí había vivido y también habían matado al hombre gato.

Pero volviendo al niño misterioso, nadie sabía su nombre. Y a nadie le importaba. Porque de chico los nombres no interesan si uno tiene un apodo. He jugado con decenas de niños de los que nunca supe más que un sobrenombre. A éste en cuestión le habíamos puesto “Chavito”, como el Chavo del 8, básicamente porque usaba unos botines, unas botitas pasadísimas de moda, unas bermudas de tela y una remera a rayas. Le faltaban los tiradores y la gorra para ser el personaje de Gómez Bolaños.

Una vez que comenté en voz alta la aversión que me provocaba Chavito, mis amigos se burlaron, me dijeron si me creía “fifí” o de la alta sociedad que me daban miedo los pobres. Así que no volví a mencionar el tema. Pero no tenía que ver con eso, a mí ese chico me parecía siniestro, no podía soportar mirarlo a los ojos, me aterraba su mirada, me daba escalofríos, y hasta un par de veces soñé que me despertaba y lo encontraba parado frente a mi cama mirándome con esos ojos de muerto.

Después me hice viejo.

Como todo pasa, el tiempo pasó. De a poco los intereses cambiaron, dejé de jugar a la pelota en la plaza, y Chavito pasó a ser un recuerdo hasta que se borró completamente de mi memoria.

Hasta mucho tiempo después, cuando una tarde volví a la plaza con mi hijo mayor, que en ese entonces tenía 6 y estaba aprendiendo a andar en bicicleta. Yo lo dejaba solo y Felipe daba vueltas por las mismas calles de piedritas naranjas por las que yo había andado décadas atrás.

Esa tarde, yo tomaba mate en un banco y mi hijo llegó llorando. Estaba raspado y asustado, y contó que un nene lo había empujado. Le pregunté dónde, y señaló hacia la casa del hombre gato. Que seguía tan abandonada como veinticinco años antes, y con su lapacho tan seco y misterioso como entones. En el lugar, no había ningún niño, aunque sentí un escalofrío al recordar a Chavito parado exactamente en el lugar al que Felipe apuntaba con su dedo tembloroso.

Pasaron dos cosas más en relación a esto.

Una tarde me crucé con José y recordamos los picados en la plaza, y como al pasar le comenté algo así como qué locura que nadie había hecho nada con esa casa abandonada. Me confesó que él había querido comprarla para un negocio inmobiliario, pensó que después de tanto tiempo ya era propiedad fiscal, pero que encargó una investigación y le dijeron que la propiedad estaba al día con todos los impuestos provinciales y municipales. Los pagaba una empresa agroexportadora santafesina, que ni se dignó en contestar cuando trató de comunicarse para hacer una oferta.

Pero lo peor ocurrió hace apenas un par de semanas. En los preparativos del Bicentenario del pueblo, me encargaron escribir una nota de color, basada en la búsqueda de noticias y curiosidades aparecidas en los diarios nacionales a principios del siglo pasado.

Así fue que encontré, en la Hemeroteca del Congreso de la Nación, una crónica del año 1918 aparecida en el diario La Prensa, que a mi juicio explica el origen de la leyenda del hombre gato. De la lectura de la misma interpreto que la asociación de la historia con el nacimiento del personaje humano-felino, resulta de una curiosa deformación cacofónica del cocoliche de la época en base al nombre de un asesino real: Dominic Katov.

Lo van a entender mejor, creo, si transcribo la nota para que puedan sacar sus propias conclusiones. La crónica en cuestión es del 17 de noviembre de 1918 y se titula “Inhumano: el asesino Katov”.

“Un horroroso hecho, que hiela la sangre y únicamente puede generar repudio y consternación, tuvo lugar en la madrugada de ayer en Cañuelas, una ciudad ubicada a 66 kilómetros al sur de esta Capital, en la Provincia de Buenos Aires.

“Allí, la policía abatió a un chacal, un abominable criminal de origen ruso, llamado Dominic Katov, que era buscado incansablemente desde hace meses, cuando abandonó la imprenta clandestina que dirigía en Parque Patricios para fugarse con destino hasta ahora incierto.

Fuentes policiales aseguran que Katov perdió la razón cuando en una redada llevada a cabo por las fuerzas del orden, tras ser denunciado por ciudadanos de bien debido a sus tareas anarquistas, fueron muertos sus dos hijos de 7 y 11 años de edad, que se resistieron a la policía portando armas.

Completamente fuera de sus cabales, Katov se dedicó a secuestrar, violar y asesinar niños pertenecientes a familias pudientes, como cruel método de venganza. Al saberse traicionado por un presunto cómplice, minutos antes de la llegada de la policía a la casa en que se ocultaba, dio fin a tres niños de 8, 10 y 11 años de edad que mantenía ocultos en su vivienda.

Katov murió de un balazo en el pecho, disparado por el valiente cabo Sánchez, de la Policía Federal Argentina”.

La crónica estaba acompañada por una fotografía oscura y borrosa, pero que permitía observar con claridad tres cosas de manera inconfundible: la casa, el lapacho, y a Chavito, colgando de una de las ramas. En la foto, tenía los ojos abiertos, los mismos ojos muertos con los que vuelve ahora a mirarme cada noche desde la punta de mi cama.

Fernando Abdo. El viaje y otros cuentos (2020).